Ha visto pasar conciertos, fiestas, competencias deportivas, bodas, talleres, congresos, automóviles y hasta corridas de toros… Son muchos los eventos que, con mayor o menor éxito, han desfilado a lo largo de los años por las amplias y cómodas instalaciones de Pedregal.
En lo que, definitivamente, no parecieran ser muy diestros es en albergar libros. Les tocó hacerlo allá por el año 2005, cuando fueron sede de la Feria Internacional del Libro. Supongo –porque no estuve ahí- que no con el éxito esperado, pues de las 17 ediciones siguientes ninguna repitió en Belén… hasta este año.
Como no siempre de las malas experiencias se aprende, la Cámara Costarricense del Libro volvió a ese recinto de donde creímos había salido para nunca más volver. ¡Nos equivocamos! En esta recién finalizada edición del 2023, decidieron hacer una excepción y probar suerte de nuevo en Pedregal.
¡Ni para qué lo hicieron! No tengo nada en contra de ese lugar –de hecho, cuando trabajé en una empresa de la zona muchas veces fue el elegido para oficiar eventos corporativos- pero creo que, con todo y las ventajas que ofrece, no es la mejor de las ideas cuando de libros se trata.
Yo, al mejor estilo del Chapulín Colorado, sospeché desde un principio que la “ideota” de llevar la FILCR a Belén, iba a generar todo tipo de quejas, críticas y resistencias. “Cada vez la llevan más lejos”, pensé de inmediato. A dónde la realizarán el próximo año, ¿en el campo ferial de la Expo Liberia o en la Cámara de Ganaderos de San Carlos?
Si la gente casi se alza en huelga, el año pasado, cuando decidieron trasladarla de la Antigua Aduana al Centro de Convenciones, qué podría esperarse de moverla unos cinco kilómetros más adentro; aunque en distancia no es mucho, para quienes no tienen automóvil, si es tamaño trecho adicional que deben recorrer.
Dicho y hecho. Bastó que la Cámara hiciera el anuncio oficial de la sede para que ardiera Troya en redes sociales, con toda suerte de mensajes en contra, incluyendo llamados a no asistir o del todo a boicotear la feria.
Cauteloso y optimista (o ingenuo que soy), decidí mantenerme al margen de toda la controversia desatada (sin saber que empeoraría días más tarde), reservándome mis comentarios y concediéndole, contra toda mi voluntad, el beneficio de la duda a la Cámara del Libro y a Pedregal.
Me dije: “Probemos a ver si funciona y, de paso, acallamos algunas de esas voces maledicentes que andan deseando el mal ajeno, vaticinando desde la víspera un fracaso absoluto del evento literario más importante y esperado del año.”
Con mis libros y esperanza a cuestas metidos en caja blanca, me fui a participar, junto a mis colegas del Faro Literario como parte de la centena de expositores debidamente inscritos para esta vigésimo segunda edición. No es por ser aguafiestas mi portador de malas vibras, pero no más ingresando, percibí que algo no pintaba ni olía bien (literalmente).
Aquello, a diferencia de la elegancia, sobriedad y solemnidad de los salones del Centro de Convenciones, no pasaba de ser un galerón grande techado con láminas de zinc. Podría ser un poco más grande, pero nunca comparable con el “caché”, facilidades y confort que brinda su homólogo de la General Cañas, donde desde el primer día nos recibieron con agua, aire acondicionado, mantenimiento, limpieza, entre otra serie de chineos que esta vez nos quedaron debiendo.
Y no es que uno esté pidiendo como sede el Palacio de Buckingham y toda su refinada servidumbre, pero por lo menos un sitio acorde a la estirpe del magno evento que se celebraba y la talla de los artistas nacionales e internacionales invitados. Digamos que esos asuntos meramente estéticos “pasan”, más para uno que es “piso de tierra”; lo que sí no se podía soportar y afectaba a todos por igual era el calor insoportable, combinado con algunos malos olores y falta de higiene, que nos aguaron la fiesta desde las primeras jornadas.
A las pocas entradas de aire del recinto, se le sumaban un abanico gigante moviéndose en cámara lenta desde lo alto y que en lugar de refrescar esparcía el bochorno y otros más pequeños en los costados que, por más que los tuvieran a “full” era como combatir un incendio a punta de soplidos.
Lo que nos salvó a nosotros de la asfixia en los pocos momentos de mayor afluencia de público registrados durante los nueve días de feria, fue un pequeño ventilador de pie que, al igual que otros expositores, conseguimos para colocar dentro del stand. De lo contrario, habríamos finalizado la feria deshidratados y con más golpes de calor que ventas conseguidas.
Pasando a otro detalle logístico no menos importante, fue la inaccesibilidad del sitio para quienes no tienen vehículo propio o alguien que les haga “ride”. ¿Acaso no hay buses y trenes que viajan a Belén?, me cuestionarán los miembros del “team” Pedregal. El problema es que, por más cerca que paren, la feria no se celebraba en la caseta del guarda. De ahí había que caminar varios metros, bajo el sol o la lluvia, entre charcos, barriales y pastizales, hasta llegar al campo ferial, dejando a más de uno cansado, agobiado y con más ganas de devolverse que de comprar libros.

Me tocó ver, por ejemplo, a una muchacha que llegó empapada al recinto y una familia, con chiquitos de la mano, sorteando todo tipo de obstáculos en el camino hacia los salones. A la próxima –que ojalá no la haya- sugiero poner algunas busetas para movilizar a la gente o advertir, entre los requisitos de ingreso, que aparte de gusto por la lectura, se requiere gozar de buena condición física.
Como si fuera poco, una vez llegados al campo ferial, y si ocupaban comprar un refresco o un aperitivo para recuperar energías –lo cual era comprensible-, debían pegarse otra extensa caminada hasta el área de comidas, donde, paradójicamente, no había baños, pues estos se ubicaban totalmente al extremo contrario. ¿A quién se le ocurre? O sea, Dios guarde a alguien le caiga mal el perro caliente. No llega o llega… (ya saben cómo). Ahí lo único que había cerca eran dos escondidos salones para actividades, muy retirados del epicentro de la feria, dicho sea de paso, y donde se accedía bajando por unas gradas, tras advertir, con suerte, de su existencia en la señalización (calda el despistado)
Hubo otra serie de yerros como el nombre de nuestro colectivo en el rótulo del stand (un error ortográfico en una feria del libro, ¡el colmo!) y una confusión de colores en la versión corregida que nos entregaron (ahora sí estaba bien escrito, solo que en fondo celeste y no verde como correspondía), pero en fin… digamos que esas son, como decía un profesor de la U, peccata minuta a la par de otros descuidos más graves que no solo nos afectaron a nosotros como grupo sino a la mayoría de expositores presentes.
Y no es que uno sea malagradecido ni aguafiestas. Se valora mucho el esfuerzo y trabajo que desde meses previos dedica la Cámara y sus patrocinadores a la organización de la feria del libro –sabemos que no es fácil-, sin omitir que lidiar con un gremio tan complejo y variopinto como el de los escritores no es tarea sencilla (hay muchos egos y rencillas de por medio).
Sin embargo, a nombre mío y de varios colegas, si queremos ir mejorando año con año, debemos potenciar lo bueno –que también lo tuvo, como algunas actividades e invitados especiales- y corregir lo malo que muchos de los ahí presentes, queramos admitirlo o no, pudimos detectar e instamos a resolver lo antes posible para bien de las ferias futuras y del sector literario nacional.
Tal vez podríamos empezar por ver la posibilidad de romper el contrato verbal adquirido con Pedregal para las próximas dos ediciones… y volver de nuevo, quizá no a la Antigua Aduana –quisiera pensar que ya esa discusión está superada- pero sí al Centro de Convenciones, donde aparte de las facilidades y comodidades brindadas a los expositores, logramos un rotundo éxito de ventas, imposible de comparar con las de esta edición (reducidas a más de la mitad).
Si queremos que a casi nadie o a unos pocos les vaya bien, sigamos en Pedregal (con los “cuatro gatos” que se apuntarían a la próxima, de ser esa la decisión final), pero si el objetivo es que la mayoría, por no decir todos, salgamos felices y contentos por las ventas y la experiencia en general (lo que una colega llama el salario emocional: contactos, cumplidos, conversaciones estimulantes, oportunidades de negocio y demás intangibles), no nos pongamos de creativos a reinventar la imprenta y vayamos a lo seguro.
Dicen que las comparaciones son odiosas, pero no por eso dejan de ser necesarias a veces. ¿Pedregal o el Centro de Convenciones para la FILCR 2024? Los autores lo tenemos claro. La Cámara del Libro tiene la palabra.