Vas a la esquina o a la guerra y algo te pasa. Si no te pasa nada, considerate maldito, un ser que apenas cuenta. Vas al baño y está ocupado. Vas a comer fuera y tu hamburguesa explota o por lo menos cae de tus manos, desarmándose contra el piso. Visitás a alguien y en su casa encontrás a un desconocido o desconocida que te vuelve loco, que te cambia la vida. Que te pasa la sal y te da horror. Vas en el autobús y se sienta junto a vos el burócrata lloroso, la madre consumida, el tipo inquieto a punto del colapso. Tomás tu teléfono y no enciende. Encendés la vieja radio y captás un aullido, una conversación entrecortada que viene del pasado…o de Mongolia. Todo pasa tan fácil. Todo a tu alrededor. Y cada cosa, cada asunto, es perfectamente poetizable. La poesía, con el tiempo, ha ganado flotabilidad: casi no pesa. ¡Porque no hay peor plomo que un poema inmenso y sublime!
El mejor poema es un trocito de madera de balsa en su propio charco de palabras. Tampoco se trata de escribir el poema, de contar el poema como quien ofrece un informe. No sé, todos tenemos un amigo que sabe contar anécdotas: genera un clima, enmarca bien los hechos y los nombres, elige los mejores detalles, sabe mentir, retoca la memoria, perfecciona la patraña. Obsérvenlo. Alguien así casi siempre ignora lo mucho que sabe de poesía. Pound tenía razón: “el poema es la noticia que no deja de pasar“. No es ni el monumento, ni el océano. Es lo que se dice de paso, para romper el hielo ante la muerte.