Después de ver Oppenheimer, reafirmo mi posición de que la tecnología por sí sola no es mala. ¿O acaso fue la energía nuclear la que mató a más de 200 mil personas en los ataques a Hiroshima y Nagasaki, durante la Segunda Guerra Mundial, en 1945? Fueron los altos mandos políticos y militares estadounidenses que tomaron la decisión de lanzarla contra la población civil.
¿Exime lo anterior de culpa al brillante físico detrás de su creación? ¿Lo convierte en silencioso cómplice indirecto? Esa es otra discusión que se aleja del espíritu original de este artículo y que, además, le corresponde dilucidar a los más versados en la materia, aunque la película, sin tomar partido, nos arroja unas pistas cruciales.
Yo, por mi parte, que de física cuántica sé lo que he visto en algún capítulo de The Big Bang Theory, me limitaré, aparte de recomendarle encarecidamente que la vea –si no lo ha hecho-, a decir que su protagonista, aunque no apretó el botón rojo, difícilmente ignoraba, desde un inicio, que su invento estrella se utilizaría para cualquier cosa menos para fines pirotécnicos en alguna celebración del 4 de julio.
Como esto no es ni por asomo una crítica de cine –mucho menos un análisis histórico- dejo esa reflexión sobre la palestra y me retiro lentamente para retomar el punto medular de estas líneas, planteado al principio: ¿es buena o mala la tecnología? ¿O los buenos o malos somos nosotros, los usuarios?
Si me preguntan a mí, yo diría que es neutra. Señalar a la tecnología como responsable de los perniciosos efectos que provoca su desvirtuado uso es como culpar a la radio, la televisión o las redes sociales por el odio, las mentiras y el resentimiento que se propala a través de ellas.
¿No será más bien, como dirían en tono de mofa los informáticos, un problema originado en la interferencia existente entre lo que divide al equipo tecnológico de la silla desde donde se acciona? Es decir, de la persona que está en medio y su limitado sentido de la ética, responsabilidad y prudencia. Tal parece que el meollo de este lío radica, no en los medios, sino en los fines para los que se emplea la ciencia.
Defender lo contrario puede llevarnos a apresuradas y parcializadas concusiones como que toda investigación científica debe ser restringida o regulada en sus alcances, lo cual, si bien es necesario, también podría traducirse en acciones arbitrarias que coarten el potencial creativo y disruptivo de la ciencia y de su legión de servidores.
Si de repente nos viéramos invadidos por cíborgs asesinos, como en Terminator o La Rebelión de las Máquinas, puede que lo entienda y me una al bando antitecnología, pero como no es el caso -al menos de momento y toco madera- digamos que le concedemos a la ciencia per se el beneficio de la duda y atribuimos la calidad de sus efectos a la mente detrás de su programación (siempre y cuando no sea la de Thanos).
Soy un convencido que cuando la tecnología se utiliza para nobles propósitos superiores puedo llegar a facilitarnos significativamente la vida. Así lo ha demostrado la historia y lo sigue haciendo, en asuntos tan triviales como encendernos las luces de la casa –Alexa-, evitarnos un congestionamiento en carretera – Waze- o indicarnos cuál es el restaurante de comida china más cercano –Google Earth.
Pero lo que sí me sorprendió por completo fue ver como la inteligencia artificial ya está impactando otros ámbitos de nuestra vida cotidiana otrora impensados, como el arte. Así lo pude comprobar de primera mano al participar, en menos de un mes, en el lanzamiento de sendos proyectos que han venido a revolucionar la escena artística, demostrando que los robots ya no solo sirven para darnos el reporte del tiempo o limpiar la casa –como Robotina de los Supersónicos-, sino también ahora se sientan a componer canciones y hasta a revivir músicos fallecidos.
Así como lo lee. Aunque suene a una trama digna de Isaac Asimov, lo cierto es que recientemente, en la antigua Botica Solera, pude volver a escuchar al precursor del rock nacional, José Capmany, cantando a dúo junto a su hijo Pedro, un nuevo y emotivo sencillo titulado, Volveré.
Tal como lo había dejado entrever en el tema “La Bella durmiente” (Yo volveré y traeré la vida), el legendario artista regresó a conmovernos con su icónica voz, clonada fielmente utilizando técnicas de machine learning. Todo un hito sin precedentes en la industria musical nacional que varios afortunados tuvimos el honor de presenciar y escuchar con un nudo en la garganta.
Días más tarde, siempre en la línea de la tecnología aplicada al arte, participé en “BAVAR.IA”, un concierto que, por primera vez en el país, fusionó la inteligencia artificial (IA) y el talento humano para revolucionar la expresión artística.
Bajo el acertado slogan, “el alma detrás del algoritmo”, el evento fue, de principio a fin, una experiencia premium multisensorial. Desde el ingreso al amplio salón, en el Centro de Convenciones, nos adentramos en una especie de Matrix, con un túnel oscuro de acceso, flanqueado por pantallas oscuras que alternaban códigos de programación con frases inspiradoras (“Lo que se hace con el alma es irremplazable”) y sonidos informáticos de fondo.
Ya en el interior, el comité de bienvenida estaba integrado por una serie de simpáticos hologramas de robot capaces de imitar, en efecto espejo, movimientos y gestos humanos. Un innovador y divertido entremés para lo que estaba por venir en un salón a reventar de invitados expectantes.
Tras un mensaje de bienvenida, emitido en tono metálico por algún colega autómata de Alexa o Siri, dio inicio el innovador concierto, entre juegos de luces e imágenes creadas con inteligencia artificial que se proyectaban en pantallas gigantes. Acompañados por la Orquesta Filarmónica, fueron desfilando por el escenario cantantes nacionales de la talla de Sebas Guillem, Mau Madriz, Rowena Scott e Iriabelle González, quienes interpretaron canciones generadas a través de ChatGPT, en distintos géneros como ranchero, balada, rock indie y reggae latino.
Cada uno le imprimió su particular toque personal y emotivo, confirmando que, en el arte, y en muchos otros campos, por más adelantos tecnológicos que experimentemos, es imposible reemplazar el talento, la pasión y el sentimiento humanos que dan vida y enaltecen las manifestaciones artísticas.
Y la razón es muy simple: ni ChatGPT ni los robots bailarines tienen lo que nos distingue a cada uno de los ahí presentes: emociones, sentimientos, vivencias… en fin, un alma sensible y receptiva que se conmueve, alegre o reflexiona al compás de una canción interpretada desde el corazón por otro ser humano con el que conectamos a un nivel único y profundo que ningún robot podrá igualar.
Lo pudimos percibir entre gritos, bailes y aplausos, quienes estuvimos tanto en el concierto de BAVAR.IA como en el lanzamiento del nuevo sencillo de Pedro y José Capmany. ¿Qué habrían sido esas canciones sin el público presente o los arreglos derivados del talento y sensibilidad humanas? No habría pasado de ser un soso y frío ejercicio de composición digital.
Al añadir el factor humano, no solo potenciamos el resultado, sino que lo complementamos con eso que hace único al arte: su infinita e imperecedera capacidad de tocarnos las fibras más sensibles, provocándonos una risa, un recuerdo o unas lágrimas al recordar.
Una muestra más de cómo la tecnología, al igual que lo ha sido a lo largo de nuestra historia, sirve de aliado y facilitador en la consecución de grandes hitos que, sin ella, jamás hubiéramos logrado.
Humano y robot no tienen por qué ser enemigos ni mutuamente excluyentes en su acelerado caminar. Si logran unirse y trabajar en conjunto, desde la ética, la responsabilidad y un auténtico espíritu constructivo, es mucho lo positivo que se puede alcanzar en nombre del bien común.
Ya pudimos comprobar de lo que es capaz de hacer con la música. ¿En qué otras áreas de nuestra vida cotidiana podríamos utilizarla con nobles y edificantes propósitos? Ni la más avanzada tecnología tiene la respuesta. Eso ya nos compete a los únicos buenos o malos en esta historia: nosotros.