1.
Ese día amaneció oscuro en Cartago. Después de siete años, dos meses y tres semanas, la niebla volvió a adueñarse de las calles llenando el aire de pelotitas de agua flotantes. La piel se le empezó a mojar mientras caminaba y aunque ya eran las once de la mañana, el frío le parecía de la madrugada de esos viejos días en que hacía frío tantos años atrás, según le habían contado.
Jacqueline, isleña del Caribe, nunca había sentido un frío así y ahora, camino al trabajo, pensaba que quizá el calor de los días anteriores, que hasta a ella abochornó, había gastado ya la temperatura cálida. “Tienen razón los que dicen que aquí era gélido.”
Al llegar casi al frente de la estación del ferrocarril detuvo un poco su paso. Pensó y se preguntó si sería verdad que alguna vez por esos viejos rieles habría pasado algún tren y si en esa destartalada construcción de madera trasnochada y con olor a orines desfilaron, como contaban, las señoras de la alta sociedad camino a sus elegantes paseos anuales a la costa.
La espesura de la niebla no le dejaba ver más allá de unos veinte metros y entonces le creyó la historia que alguna vez le contó don Mario, el viejo cliente que, desde que empezó a trabajar en la esquina de la Estrella, llegaba una vez por semana, a pesar de sus 68 años. Le había dicho que en la época de la revolución, allá por la guerra civil del 48, la niebla le había salvado la vida, porque como andaba vestido de blanco, se quedó parado junto a una pared encalada y los que lo seguían no lo vieron, pues la niebla no dejaba ver de un lado a otro de la calle.
Mientras revolvía las historias del viejo y las dudas por la irrealidad del tren, sintió una tristeza profunda que se le metió por debajo de la enagua y le llegó como un vientecillo frío a las nalgas, la espalda y hasta el corazón. Un algo que también le caía con las burbujitas de agua de la nube que respiraba y que se le colaban hasta los pulmones, llevando una sensación de hielo en el esternón. Por primera vez en los casi tres años de trabajar en esta ciudad le entró un temor a lo desconocido, una sensación de avanzar hacia lo que no estaba.
Ella, la segura de sí misma, la atrevida a quien no importó que el barrio fuera poblado de cantinas de no muy buen ver, borrachos repetidos a cualquier hora, puchos de hierba, “pericos” en vidrios rotos y piedras de crack como confites, a cambio de clientes frecuentes y constantes, estaba ahora nerviosa solo porque no miraba el burdel al otro lado de la calle, como le sucedió a quienes habrían matado a don Mario.
Encontró a tres de sus colegas ya paradas en la esquina y sintió que ellas también estaban como idas, cada una sola con ella misma y sin decir palabra. La cháchara diaria, animada y llena de bromas, cedió paso a un rato de intimidad callejera para todas, mientras de pronto, en la soledad del velo apareció un joven casi niño que se llevó a la más alta y guapa para el segundo piso de la cantina, donde las camas se pagaban por minutos. El primer cliente casi al mediodía indicaba que esta no sería una jornada especialmente buena para el negocio.
La niebla se fue arralando poco a poco y a la una de la tarde, Jacqueline, todavía sin trabajar, descubrió que la tristeza había cedido a una extraña añoranza de su usuario particular.
Ese martes don Mario no llegó y a las nueve de la noche la negra caribeña se retiró a contar el dinero, que empezó a aparecer a media tarde, y a rumiar la ausencia de alguien por quien hasta ahora solo había sentido el cariño de extender la mano y oír palabras más necesitadas de decirse que de escucharse.